Simplemente, hacer bien las cosas
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Pablo Correa
Hace no muchos años, el clásico paradigma de una empresa que hacía bien las cosas era aquella que se centraba en “maximizar la rentabilidad de sus accionistas”, al mismo tiempo que se preocupaba del bienestar de sus trabajadores y en que sus clientes estuvieran conformes con los productos o servicios que de ella recibían. Sin embargo, con el tiempo este modelo se fue ampliando hacia lo que se llamó la Responsabilidad Social Empresarial (RSE), que en muchos casos se materializó en que la organización también debía vincularse con su entorno y mostrar un compromiso con un conjunto mayor de grupos de interés (sus stakeholders). Una caricaturización de la RSE mal entendida es la de la empresa que una vez al año planta árboles, mejora una plaza o dona recursos a una escuela.
Esa visión de vínculo con la comunidad es miope y obsoleta. Si bien resulta un lugar común decir que “el mundo cambió”, la verdad es que la sociedad occidental del siglo XXI es radicalmente distinta a la de tan sólo una generación atrás. Pocos podrían decir con claridad cuál fue la razón que gatilló ese cambio. Puede ser el acceso masivo y barato a la información por parte de los ciudadanos, el incremento en la seguridad o el aumento de los estándares y de la esperanza de vida, que genera necesidades más “profundas” y trascendentales, tipo Maslow. Independiente de las razones, es evidente que en este nuevo contexto para que una empresa mantenga una posición de liderazgo de largo plazo, la estrategia de simplemente hacer un poco de “filantropía social” es inviable. Tanto la filantropía como RSE forman parte de un modelo que ya no es capaz de cubrir las peticiones de los ciudadanos.
Este cambio de actitud obliga a las empresas a repensar la forma en que se relacionan con sus comunidades, las que piden establecer vínculos basados en la confianza. Cuando las corporaciones no son honestas, el cliente-ciudadano se manifiesta y reclama al Estado, ya sea a través de las redes sociales o de la calle. Y como respuesta a lo anterior, se han materializado modificaciones institucionales, mayores facultades de fiscalización y mayores regulaciones. En el extremo, si ni siquiera estos cambios son capaces de producir una relación de confianza entre la sociedad y las empresas privadas, esto se resuelve a través de que el mismo cliente le entrega al Estado el rol de proveedor de bienes o servicios, desplazando al sector privado.
Esto puede parecer un puzle de difícil solución, mas no lo es. Se trata simplemente de hacer bien las cosas e introducir en el corazón del negocio la necesidad de desarrollar iniciativas en el ámbito económico, social y/o medioambiental que de origen a una relación de largo plazo con la sociedad en su conjunto. No pueden ser acciones marginales al negocio que sólo busquen generación de valor reputacional. Por el contrario, para que mejoren la competitividad y sean un real aporte al entorno social en que operan, deben partir desde éste.
Si una empresa consigue desplegar una política que satisfaga las necesidades de todos sus grupos de interés, y que, además, responda a sus objetivos comerciales, entonces nos encontramos frente a una compañía que sabe hacer bien las cosas. Esto trae como consecuencia beneficios de posicionamiento de marca y fortalecimiento de imagen, menores costos de operación, aumento en las ventas e incremento en la rentabilidad. Win-win.
Cada industria tiene un núcleo sobre el cual debe generar esa confianza. Por ejemplo, en el caso del sistema bancario, es la información. Del depositante al banco, o del banco al deudor. Sin información no hay confianza y sin confianza, no hay negocio.
Es clave que hoy toda industria dé una señal clara y concreta de que su rentabilidad está condicionada a una relación simétrica y de largo plazo con las personas, donde éstas deben tener acceso a información clara, oportuna y fácil de entender, lo que les permita ser responsables y conscientes de sus decisiones.
Así, la empresa tendrá la tranquilidad de que está haciendo las cosas bien.